Aprendizajes
Hora de poner las bardas en remojo
La crisis chilena pone de manifiesto que no se puede vivir en democracia con las reglas constitucionales creadas en las antípodas de la democracia moderna. El vino nuevo precisa odres nuevos, y si se intenta poner vino nuevo en odres viejos, el vino terminará por desparramarse.
- Gregorio Urriola Candanedo
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- - Actualizado: 21/11/2019 - 10:05 am
Chile ha salido a las calles a exigir derechos.
Un detonante casi inocuo ha roto las compuertas del descontento acumulado por décadas en desatención a una transformación sustantiva del modelo heredado de la noche castrense.
La bonanza económica de casi dos décadas está en la base de la algazara chilena.
Es paradójico, pues el mismo crecimiento económico ha dado paso a la situación presente.
¿Por qué? Pues porque ese crecimiento ha ido a parar de manera creciente en el beneficio de unos pocos, cuyas fortunas personales suman una parte nada desdeñable del PIB chileno.
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Su pecado no ha sido el crecimiento, sino la forma de crecer, el modelo de acumulación y distribución del producto social.
Más sabios en ello, hemos sido nosotros –sí, nosotros los panemensis- pues el salario real ha crecido aquí y su monto nominal es la envidia del resto del continente.
Por otra parte la crisis chilena pone de manifiesto que no se puede vivir en democracia con las reglas constitucionales creadas en las antípodas de la democracia moderna. El vino nuevo precisa odres nuevos, y si se intenta poner vino nuevo en odres viejos, el vino terminará por desparramarse.
En este sentido, todos somos Chile.
Por otra parte, observamos por doquier en el subcontinente un reclamo de participación ciudadana que deriva de una población joven más educada, por magra que haya sido esa mejora.
En Panamá, los jóvenes tienen más años de educación y están menos dispuestos a seguir mansamente los dictados de una plutocracia corrompida y muy ineficiente.
Ahora los jóvenes empiezan a pedir congruencia entre el discurso y las acciones.
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Así todos somos, Venezuela y Bolivia.
El tiempo político de América Latina no es el de una revolución confinada en una isla.
Ni Evo ni Maduro son Fidel, por más que pasarán a la historia por impulsar reformas sociales importantes, sobresalientes, en el caso de Evo, primer presidente indígena en una rancia sociedad clasista como la boliviana; o por enfrentar el intervencionismo más desfachatado de la historia reciente de nuestra América.
Recuérdese que los lodos de hogaño vienen de los polvos creados por el quiebre de una clase política parásita y corrupta como pocas en la Venezuela antes de Chávez.
En esta hora, todos somos Argentina, cansados que nos aplique el Fondo las mismas recetas que nada curan, o si curan algo son a costa de la vida de los muchos.
Salud y seguridad social no pueden ser simplemente privatizadas o desreguladas en sociedades tan asimétricas como las nuestras.
No somos Suiza.
No somos Noruega. 30 años de desregulación y apertura pura y dura no pueden ser la receta para un mundo donde Trump se pasa, por donde quiere y cuando quiera, las reglas del comercio mundial y decide quiénes entrarán y cómo en su enervante paraíso.
El mundo de hoy no puede ser uno donde se levantan muros al unísono que la celebramos –y con justa razón- la caída del Muro por antonomasia.
Los muros caerán tarde o temprano.
La globalización tecno-económica no se detendrá por más que un sector medroso de los EEUU conjure los miedos de la clase media depauperada.
El miedo puede triunfar solo un instante, unos lustros, quizá décadas; incluso si degenera en neofascismo.
Todos somos México.
Acosados por la orda de los nuevos bárbaros –narcoterrorismo y corruptelas- que el PRI engendró y el PAN coludió, ese gran país de hoy de casi 200 millones de habitantes empieza a despertar.
La ola de sangre ha de cesar. México tiene los recursos, tiene el potencial y el talento, y tiene la herencia de la revolución traicionada.
Pese a ello, México nos dio la primera constitución social del mundo antes de que hubieran soviets.
México volverá por sus fueros, porque a México la hacen los mexicanos.
Quizá ahora casi todos empezamos a soñar con la diminuta Uruguay y su fórmula de transiciones democráticas.
Los más también exorcizamos al radicalismo fascistoide de Jair Bolsonaro y Brasil espera, como América Latina espera que, en un nuevo rejuego de fuerzas en democracia, Lula Da Silva pueda contender nuevamente sin las macalucias de una parte del sistema de justicia y los poderes mediáticos que le birlaron la presidencia.
O la élite brasileña lo entiende, o pronto veremos un proceso muy semejante al rioplatense.
Esta es la hora.
Tomaremos consejo o tendremos que atenernos a que nadie aprende por cabeza ajena y ¿somos la especie que más veces tropieza con las mismas piedras?
Al menos, pongamos las bardas en remojo.
Docente y gestor universitario.
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