La fuerza del Padre Cosca
- - Publicado: 09/4/2004 - 11:00 pm
Criticado por algunos, alabado por miles, el controversial padre David Cosca oficia misa cada día en la iglesia de la Santísima Trinidad, ubicada en la Vía Israel. Los automovilistas evitan transitar por allí en las primeras horas de la noche, cuando comienza la dura jornada para la policía del Tránsito, con cientos de vehículos y feligreses congestionando la peligrosa vía, en las inmediaciones del paso elevado vecino al Hospital de Paitilla.
Cosca es un sacerdote de enorme poder de convocatoria. Cada noche aquello es un pandemónium.
Si él es capaz de hacer milagros, como dicen sus feligreses consuetudinarios, el de los estacionamientos ha de ser uno de ellos. No hay otra forma de explicar cómo es posible acomodar tantos vehículos virtualmente uno encima de otro, sobre las aceras y, al término del oficio religioso, despejar la vía sin que haya un solo choque y ni un sólo lesionado.
Su misa es intensa, sudorosa. Una especie de diálogo entre sacerdote y fieles. Su sermón es cáustico, de lenguaje llano, salpicado de ejemplos cotidianos, de los propios feligreses que a diario saturan de citas y consultas su apretada agenda. Una fulana que llevaba meses sin hablarle a su mamá, el hijo drogadicto que implora ayuda cuando los tratamientos fracasan, la señora cuyo marido ha sido embrujado, el señor aquejado de un horrible padecimiento, la joven embarazada aquejada de SIDA y que teme por su hijo.
Hacia el final, viene el momento de la sanación, las luces se apagan, se da lugar a la imagen de Cristo, que iluminado por reflectores parece flotar en el aire; al frente, los penitentes y enfermos, rezando y llorando; el desfilar de decenas y decenas de testimonios de fe y curación, amenizados de alabanzas, guitarras y cantos.
Se equivocan quienes lo critican. Cosca es un buen sacerdote, de estilo que recuerda al de la teología de la liberación; fuerte, impredecible, crudo, indulgente, comprensivo y solidario. Un cura que habla el lenguaje de su pueblo y que entiende sus temores y angustias. Que se las arregla para llevar alivio y esperanza a las almas y a la gente.
En sacerdotes como él está el futuro de la Iglesia. El país necesita al menos cien Cosca más.
Cosca es un sacerdote de enorme poder de convocatoria. Cada noche aquello es un pandemónium.
Si él es capaz de hacer milagros, como dicen sus feligreses consuetudinarios, el de los estacionamientos ha de ser uno de ellos. No hay otra forma de explicar cómo es posible acomodar tantos vehículos virtualmente uno encima de otro, sobre las aceras y, al término del oficio religioso, despejar la vía sin que haya un solo choque y ni un sólo lesionado.
Su misa es intensa, sudorosa. Una especie de diálogo entre sacerdote y fieles. Su sermón es cáustico, de lenguaje llano, salpicado de ejemplos cotidianos, de los propios feligreses que a diario saturan de citas y consultas su apretada agenda. Una fulana que llevaba meses sin hablarle a su mamá, el hijo drogadicto que implora ayuda cuando los tratamientos fracasan, la señora cuyo marido ha sido embrujado, el señor aquejado de un horrible padecimiento, la joven embarazada aquejada de SIDA y que teme por su hijo.
Hacia el final, viene el momento de la sanación, las luces se apagan, se da lugar a la imagen de Cristo, que iluminado por reflectores parece flotar en el aire; al frente, los penitentes y enfermos, rezando y llorando; el desfilar de decenas y decenas de testimonios de fe y curación, amenizados de alabanzas, guitarras y cantos.
Se equivocan quienes lo critican. Cosca es un buen sacerdote, de estilo que recuerda al de la teología de la liberación; fuerte, impredecible, crudo, indulgente, comprensivo y solidario. Un cura que habla el lenguaje de su pueblo y que entiende sus temores y angustias. Que se las arregla para llevar alivio y esperanza a las almas y a la gente.
En sacerdotes como él está el futuro de la Iglesia. El país necesita al menos cien Cosca más.
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